viernes, mayo 15, 2009

Mariano, Nicolás y yo

Miramos a nuestro alrededor. Nos habíamos citado en un sitio que no solíamos frecuentar ninguno de los dos: era un café de Via Veneto, en Roma, la calle que se hizo famosa por la “dolce vita” internacional, donde todo tiene un sabor de estupidez y aburrimiento, donde se entretejen los escándalos famosos, pero donde todo parece insípido y lejano de los sentimientos, como un limbo inocente y fúnebre, un país de muertos, con colores ilusoriamente alegres. Hablábamos de la tragedia y de la felicidad, y teníamos a nuestro alrededor este escenario de falsa alegría de vivir, de falsa excitación, de falsa riqueza; un río de coches parados por el acostumbrado embotellamiento de tráfico enloquecía en un concierto de claxon, las mujeres más bellas del mundo iban al encuentro de amores estúpidos y los escaparates exhibían mercancías inútilmente perfectas. Bajo nuestros ojos se abría un abismo vacío.
Nicolás estuvo convencido, desde ese momento, que lo que Calvino había escrito hacía décadas sintetizaba a la perfección lo que sería su próximo encuentro con Mariano. Daba igual que en vez de Vía Veneto se tratara del recatado puesto de café Havanna en el Unicenter shopping, en Buenos Aires; es más, alimentaba su hipótesis de que en la ciudad en la que se sentía prisionero las cosas siempre se repetían mal: un ciclo de segunda mano que las degradaba hasta la náusea. Él no era Calvino, ni Mariano el tal Carlo Cassola que nombra en su libro. Sin embargo Nicolás pensaba que el diálogo que en el texto ambos mantienen a continuación podría ser reproducido perfectamente por él y quien fuera, tal vez exageradamente (incluso para los años que compartieron), un gran amigo. Gastó buena parte de las horas de los días previos al encuentro imaginando la situación y no encontró mejores palabras que las que Calvino: las había inmortalizado para él. No es acertado ahora hacer más elucubraciones acerca del tema que las que señalan la añeja obsesión de Nicolás: preguntarse por qué otros expresan de igual o mejor forma aquello que a él también se le ocurrió, a veces incluso antes; cuál era la razón que lo condenaba al anonimato —leve fama en un circuito reducido de personas y nombres—, a la falta de reconocimiento, a un reconocimiento ajeno a las que creía sus virtudes; por qué, en definitiva, carecía del poder que siempre había anhelado. Envidia es la palabra adecuada, hubiera dicho Mariano en otra época, en la época que compartieron, con su sonrisa impune.
—¿O una forma de talento?
—Conmigo sin retórica, ¿eh?, no quiero estar tres horas para terminar preguntándome por qué estuvimos tres horas hablando.
—Pero bien que te gusta usar las teorías que te enseño.
—Tampoco la pavada.
—No vas a negar que las sintetizo bien.
—Sí, pero no sos mi única fuente. Además, ni que te levantaras a la mañana y agarraras los libros para repasar las teorías que aprendiste en la facultad.
—…
—¿No me digas que lo hacés?
—No. Sólo las uso con vos para que me prestes atención.
—Ok, sin boludeces, ¿sí?, por favor. ¿Qué querés decir con “una forma de talento”?
—Eso que vos llamás envidia creo que tiene algo positivo que no le reconocés y no habla tan mal de mí: no cualquiera está en condiciones de reconocer la maestría ajena.
Mejor, Calvino: él sí era capaz de descubrir y traducir en palabras esas sensaciones apenas perceptibles que calan hondo y cambian inexorablemente la percepción del mundo; Nicolás jamás había encontrado la forma de hablar de lo inasible. Difícil si era inasible, claro. Pero Nicolás creía que había quienes sí lo hacían, y pensaba que aún estaba a tiempo de formar parte de ese grupo que creía selecto, privilegiado, al que estaba llamado a integrar desde chiquito. Por esas cosas que siempre suceden de la misma manera, a punto de convencerse que nunca lo lograría, una prosa despreocupada le abrió las puertas al éxito que tanto y por tanto tiempo reclamó. No como lo esperaba, más allá de que esas cosas, y muchas otras, ocurran como no se las espera. Sino porque sabía que no conmovería hasta las entrañas, posibilidad que sólo atribuía a lo que creía literatura. Pero el deseo es sobornable. No podría ser de otra manera: se deja un poquito para concretarse, y al dejarse también se niega, forma ideal para poder perdurar, no morir, seguir motorizando el cuerpo que le dé sentido, vida. Así que arregló una prosa liviana; una prosa con la suficiente dosis de ingenio como para que el lector sintiera, al leerla, que su elección había sido correcta: nada peor que demostrarle al público su desacierto permanente, su pérdida de tiempo en consumir textos desechables; la docilidad es una ilusión que jamás debe volverse evidente, resulta una ofensa insoportable sentar a alguien frente a su propia mediocridad. Esa capacidad de adaptación ―que alcanzó a llamar renuncia, pero nunca, ni en sus momentos más angustiantes, cobardía― le permitió ganar un lugar entre los jóvenes escritores, denominación que en el país servía para indicar a los tipos de más o menos cuarenta años que habían tecleado párrafos con cierta destreza y armado una historia efectiva. La edad no acreditaba desmérito; la felonía, en todo caso, era haber llegado renunciando a lo que de jóvenes, cuando se morían por emular a quienes pensaban maestros, consideraban irrenunciable: dejar en el camino inquietudes ―artísticas, espirituales, políticas, sociales y hasta comerciales― y adoptar, desde la impostura, la idea de que no se puede ser un genio todo el tiempo; perder de vista el poder y el sentido de las vanguardias, de aquello que soñaban ser para terminar confundiendo viveza con inteligencia, astucia con agudeza, y de a poco creer que, efectivamente, habían pulido su escritura. Cuando lo que hicieron, en verdad, fue eliminar la esperanza de que, en la búsqueda, el milagro se produjese, y que lo que escribían finalmente se transformara en la corrosiva y atrevida literatura de sus más tiernas fantasías.

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