lunes, abril 28, 2008

Every time

Pensé que no me iba a pasar, que lo que me pasaría, llegado el momento, sería otra cosa. Pensé que alguien en algún momento me podría gustar, pero que no vería el brillo de mis ojos; menos yo el de los suyos. Pensé que ya no me daba para eso. Y quizás porque no lo pensé, pensé que si llegaba el momento podría mantenerme al margen, o corrida. En ningún caso involucrada, que me tocase. Ni siquiera un roce. O por lo menos uno de esos que calientan y no uno de los que sensibilizan. Pero ahí estuvo él, sentado frente a mí, haciéndome tomar cerveza con lo que poco que últimamente me gusta la cerveza, y más habiendo tragos a disposición. En su cara había cierta frescura. O yo vi cierta frescura. Y eso vuelve todo más peligroso, y el peligro aumenta el temor, el temor se convierte en susto y quiero otra vez quedarme en casa, sola, con el mínimo contacto posible, menos que el imprescindible, temiendo volver a verlo, que llame, que proponga, que le haya gustado.
Y ojalá todo me sucediera por protección y no hubiera la mínima sospecha de que es porque no podré hacerlo más, que cualquier contacto que amague con sensibilizarme, siquiera con hacer surgir una sensación cercana a lo que sabemos que fue hermoso sentir pero dejamos en el camino porque vaya una a saber por qué aunque siempre pensamos que fue por nosotras, oh omnipotencia, me conduzca nuevamente al despeñadero y no pueda ya salir nunca más. El miedo a lo improbable no deja ni espacio para el consuelo de lo posible. Y eso indica que está todo mal. Que la tristeza repentina que no pude detener desde que dejé de verlo es el mejor indicio para no volver a verlo. Y sí, claro, el día otoñal, acaso el primero del año, ayudó; y la caída del sol en la ventana que da al noroeste, también. Y para qué hablar de la música descubierta aquí. Pero nada puede sacarme de la cabeza que fui con entusiasmo. Y suelta. Sobre todo eso, suelta. Y que sentarme frente a alguien que parecía quererme mucho más que para coger, que mi compañía le agradaba, mi forma de decir le causaba gracia y lo que decía le parecía inteligente me dio vuelta como un guante.
Pensé que no me iba a pasar. Ya no. Que a cambio de todo lo que se llevó, el señor dejó la fortaleza de un saber que nada alteraría. Y lo único que dejaron en claro los besos de ayer es que la fragilidad sigue incólume y el señor sólo dejó susto a cambio de todo mi amor.

jueves, abril 24, 2008

Ojalá lo escuche

Y cuando el treintañero casado al que le di la posibilidad de que nuestra primera cita fuera en mi casa para que no sintiera miradas extrañas y se sintiera cómodo, me dijo que no porque no le daba, que la culpa lo podía aunque nunca lo había podido para impedirle histeriquear y controlar que su cuerpo no se acercara involuntariamente al mío, entonces se me ocurrió contestarle el mensaje de texto diciéndole que bueno, que qué lástima, que ésa seguramente sería su última oportunidad conmigo, y tal vez la última que se le presentara para poder construirse un futuro recuerdo gracioso y agradable, que después de todo es lo único fructífero que queda de la culpa.
Claro que a mi manera sabía que su idea de engañar a su mujer, a la que por suerte no conozco, se debe a un motivo superior, y que es precisamente ese motivo y no el engaño lo que le da culpa. Que incluso no es culpa, es el descubrimiento de sentir que tiene que decirle a ella aquello que hace tiempo tiene ganas de decirle, y que haberlo buscado hacerlo de mil maneras y mil veces haber fracasado, lo lleva ahora a hacerlo de la peor manera posible. Y sin darse cuenta de que peor que eso es no darse cuenta de que por lo menos tiene una manera de decírselo, y más: todavía quiere decírselo, le interesa decírselo. Tanto, que incluso está dispuesto al engaño como para lograr que ella, finalmente, escuche lo que cada vez más tiene ganas de decirle, eso que ya se lo dije muchas veces y ella, siempre, se empeñó en escuchar lo que quiso.

domingo, abril 20, 2008

Yendo suelta

Yendo suelta, sin más compromiso conmigo misma que aceptar lo que se diera, resultó una fiesta mejor de lo que mi simplona imaginación habría aportado. Fui tan suelta como para poder generar en mi cabeza una crónica que comenzara con un gerundio, apartada totalmente de las reglas que tratan de evitarlo como si fuera el mismísimo mal, o la porquería que era el sexo cuando chicas, y aceptando la posibilidad que en ese instante, y sólo en ése, me daba por yendo, uno de los gerundios más condenados por los editores, entre ellos, claro, el señor, que lo supo ser, y de los duros.
Tan suelta como para no atolondrarme con el punto seguido, y poner un punto y aparte, y pensar que es muy lindo ser reconocida, mirada, mimada, apoyada, franeleada en las tetas, apretada en la pelvis, meneada con la mano en la cintura, besada con pasión y ternura en la mejilla, como se besa a quien se desea en futuro.
Tan suelta como para saber que si pintaba algo tendría que ser express, porque esperaban los chicos en casa con la señora que los cuida, y la señora debía amanecer en su casa, y en mi casa nadie más que los chicos y yo debíamos amanecer; y que entonces sería express en la casa de él o en el antaño visitado albergue transitorio, todo un flash, un deja vu irrepetible que se hubiera convertido en un viaje lisérgico, y que sólo con eso pagaba todos los riesgos.
Tan suelta como para volver sola y no pensar que había perdido nada. Y que si había perdido no importaba, porque como me dijo un amigo respecto al tiempo hace uno años: lo único que se puede hacer con él es perderlo. Y así se me cruzó la loca ida de que más rico que haber ganado es haber perdido mucho: eso habla de las muchas oportunidades que una se generó y que osadamente dijo no donde la mayoría hubiera dicho o dijo sí, y que si perdió mucho es porque mucho la desearon y que el hecho de haber rechazado ofertas lejos de hacerla superflua y pretensiosa la hizo elitista y fina, pero por sobre todas las cosas, sin culpa: sólo de esa manera es posible disfrutar de esos momentos en que una se va de una fiesta empujando pretendientes con una sonrisa en la boca y una carcajada interna, un estado de la felicidad poco compartible, como la mayoría de los estados de la felicidad.
Tan suelta como para volver, verlos dormir (a ella, a él no porque ya es grande y la eventualidad de despertarlo por un placer sólo mío sería motivo de crispación, entorpecimiento de la relación y peor, y muy a mi pesar, dar lugar a un trato símil pareja que descubrí hace poco y me puso enteramente mal), y pensar que después de todo no está tan mal, que la madre se sienta linda y agraciada muy probablemente redunde en un beneficio para ellos, que al verla bien (feliz, podría decirse), se animarían a más, especialmente a molestarla, como a veces molestan muy bien los chicos con su: Mamá, jugamos?; o su Maaa!, venís? Y que después de todo, para ellos, puede ser una aventura quedarse solos, lejos de su madre, como cuando chicos con mis hermanos festejábamos las salidas de mama y papá.
Yendo tan suelta que parezco alegre. Y lo estoy.

martes, abril 15, 2008

Dolores

Tal vez no fue que el tiempo cambió si no que nos equivocamos. Seguro las dos cosas, pero cuesta mucho discernir cuánto de cada una. Cuando la vi por primera vez dije, en chiste, que cuando fuera grande sería como ella. Ella era más chica, pero no mucho. Me gustaba más que Deborah, hermosa, pero muy moderna. Dolores daba el tipo justo. O al menos El Rayo demostraba que buenos productores de televisión podían hacer de alguien apenas ducho un ser competente. El mundo se ampliaba. No hacía falta un background tan importante, un pasado que permitiera plasmar un presente de éxito copado. De alguna manera era mi aliciente, venida de un barrio pobre aunque yo nunca lo hubiera sido, esa cosa que el barrio te impregna por los poros siempre se me notó, y apenas pude ser la chica fina que soñé de chica. Dolores, La Barreiro, era más que una ilusión, era esperanza. En unos minutos abre el programa de Tinelli. La veo con Catalina, que casi ya es Cata y quizás nunca más Dlugui, y no puedo dejar de pensar que algún día quise ser como ella, que ella simbolizaba mi sueño de futuro y que ahora es eso que veo en el televisor, los labios inflados, la mentira fácil sin el mínimo pudor porque se le note, y yo del otro lado, sin consumar la esperanza, con un presente más que triste y una ilusión que no aparece, preguntándome dónde estuvo el error, si hubo error, y si todo no se ha vuelto tan pero tan inmanejable como en aquel viaje mágico hace muchos años en el que el señor, mi señor, preguntaba mientras cruzábamos en micro San Pablo: ¿cómo hacés para gobernar todo esto?

lunes, abril 14, 2008

Noche francesa

Estaban todos los que se sienten dueños del Bafici. Y sus amigos. Los que sienten que les pertenece. Los otros, los que luego de bregar por años cayeron en la cuenta de que no pertenecieron ni van a pertenecer, se quedaron en sus casas; ni siquiera hicieron el esfuerzo por ir. Estuve, como todos los años. Y también estuvieron el comentario de que es la fiesta imperdible del Bafici, que la comida está buenísima, que hay bebida a saborear como pocos de los que están ahí en sus vidas podrán tomar pagando, y que se puede fumar casi en cualquier lugar sin necesidad de cagarse de frío. Quería ir, y fui. Quería un affaire, y no lo tuve. Si a la apertura fui sin entusiasmo, a la fiesta francesa fui con inocultable esperanza. No quería amor, sí cariño, afecto algo beodo, torpes caricias etílicas, besos suaves y largos, de esos que no se piensan y duran sólo porque son el mejor estado en el que se puede estar; y no caerse. Bailé mucho y lindo. Pero los lindos no me vieron, no se fijaron en mí. Miento, sí lo hicieron. Pero no bailaban. Estaban preocupados por sus palabras y su gracia, nula casi siempre, como en la mayoría de los varones que no quieren bailar porque no saben, como si hubiera que saber todo lo que una se anima a hacer; o peor, sólo hacen lo que saben hacer, convirtiendo su vida en un aburrimiento continuo, aunque claro, seguro. Los que bailaban, los que no se fijaban en mí, suponían que era la podían llevar al final de la fiesta. Esas que, entregadas a la desesperación, se van con el primero que se lo propone cuando la fiesta tiene final preciso. Ahí fue cuando me fui. Esquivé un par que se me venían encima, pibitos alcoholizados al punto de desmayo, el derrape, o directamente el vuelco. No eran de los lindos. Los lindos creo que se habían ido todos. Así que salí y caminé sola ante la mirada de un par de chicas cuya expresión hacía pensar que creían que me iba sola del pedo que tenía y que no me daba cuenta de que era peligroso, antes de que me iba por una necesidad imperiosa de llorar sin que alguien me viera. Lo conseguí a medias. El taxista me miró por el espejo, y cuando estuvo a punto de amagar con preguntar algo, me bajé. Tambaleé más por el llanto que por el alcohol, y entré al edificio sin problemas; no había guardia. El ascensor, último obstáculo para el seguro idilio entre mi llanto y la cama, resultó una estación que cobija, aisla y permite no ser vista, pero quedé incada y casi sigo de largo en mi piso. Con los ojos llorosos abrí la puerta , .y sin tirarme en la cama, porque estaba dispuesta a mucho para terminar llorando en la cama, me saqué la ropa, y las lágrimas no se detuvieron, me lavé los dientes sin prender la luz, truco básico para no verme en el espejo y dejarme ganar por el llanto, y con los ojos cerrados manoteé la remera de mangas largas que uso para dormir, y entonces, al ponérmela y ver mi vientre tan sensual como en desuso, no contuve más y estallé en un llanto imperdurable. Los ojos me dolieron por varias horas.

miércoles, abril 09, 2008

Apertura

Llegué tarde, como no podía ser de otra manera. Tarde para la película, no para la fiesta. Para la fiesta llegué temprano, como no podía ser de otra manera. Con lo poco que puedo enfrentarme al qué tal tanto tiempo en qué andás, llego a todos los lugares en ese tiempo en el que no se llama la atención: un momento indefinido en que la mayoría ya está enganchada con alguien como para no prestar tanta atención a quien llega. Antes te preguntaban cómo andabas, ahora en qué. Soy consciente de mi edad, pero no me parece mal: creo que el en qué andás es más apropiado, o habla mejor de cómo andás que el cómo andás, una pregunta que todos sabemos formal y que por eso vamos a contestar en consecuencia. Una forma de que ellas, las más jóvenes que todavía están en la edad de que lo único que las pone contentas es verte caer, puedan saber cuánta es la competencia que todavía tienen para quedarse con todo. O con la mejor parte. Hay una edad en que esa fantasía es una ilusión, otra en la que es un engaño. Tal vez por eso me cuesta tanto ir a esos lugares. Tal vez le cuesta a todas y no me doy cuenta. La de apertura del Bafici fue una fiesta Pro. Creo que fui a todos los Bafici, y fui a todas las fiestas de apertura de los Bafici a los que fui, y ninguna se pareció más que a su jefe de gobierno que ésta. Yo creo que fue porque Macri es lo que dice, no es como Telerman o Ibarra, que hay que andar decodificándolos. Menos como De La Rúa, que parecía marciano. Macri es así de pulcro y de chato, tan fino como insulso. Y esa fue la fiesta apertura Bafici, que casi no tuvo música, y menos baile. Se me ocurre el chiste fácil de que no había lugar para sillas de ruedas, porque todos sabemos que la baila es Michetti y no Macri. Había chicos lindos y chicos nuevos; también lindos. Y había otros que ya se pusieron feos. Y otros no fueron, por eso de que es el festival de Macri. Yo me sentí linda y mirada. No tan deseada. Pero ahí no había deseo. Menos mística, claro, que es algo de los progres, fachos o no según un señor que supo ser director del festival en cuestión, y antes de serlo asistía consuetudinariamente a las fiestas de apertura y de cierre, y ahora aduce que está viejo. Eso lo aduce su mujer, pero él se pliega. Ella busca nuestra complicidad para que entendamos que a las mujeres nos cuesta ser segundas en un evento, que siempre nos costó pero ahora que vamos ganando protagonismo nos cuesta más, y más nos cuesta si al lado tenemos un tipo con séquito propio, que a su manera sabe que escucharlo más que fascinación por aprender, en algún momento puede propinarles algún beneficio algo más prosaico. No aduce lo mismo, lo de la vejez, para sus exabruptos (por ser generosas y no acusar achaques seniles). Pero ahora que escribo con estas palabras yo también me siento vieja. Y más vieja me siento cuando recuerdo que alguna vez seguí al señor Q. Por suerte no lo hice como perrita faldera. Ahora tiene un montón. También perritos. Debe ser otro signo de la edad: de joven buscás pares, de viejo, fieles. De mí hay poco que decir. Tal vez sólo baste con que dormí sola, aunque me alcanzaron a casa. La novedad es que no quiso bajar. La edad se me empieza a notar: no hay cosmético para su símbolo más evidente, la desesperación.