miércoles, mayo 20, 2009

Araceli

Es cierto: a Araceli González ya se le nota la edad. A todas se nos nota. A mí también, pese a que sigo dando batalla. Pero el paso del tiempo con conciencia no es lo mismo que sin él. Como si nos convocara a buscar detalles ínfimos de nuestra humanidad para descubrir que ya no son lozanos (palabra que en algún momento de mi vida me había prometido no usar nunca), tersos, rutilantes; lo único que queda de ellos es un dejo de ternura por la gloria pasada, que no quiere decir la gloria vivida. La mayoría de esos detalles en los que descubrimos el paso del tiempo han vivido sin gloria, muchos sin uso. Puede ser que a los 40 algunos tengan su efímera grandeza. Será breve. Seguramente no dejará huella. Es necesario no dejar huella para sobrellevar lo que viene de la mejor manera, que en la segunda mitad de la vida es hacerlo sin dolor, ni siquiera con rastros de ese dolor.
Cuando se dejan los 30 el tiempo empieza a enumerar las cosas de las que hay que despedirse para siempre. Es temprano, seguro, pero la conciencia de su paso, la del tiempo, empieza a horadar cuerpo y alma para que el dolor no haga mella cuando las cosas que se pueden hacer sean ínfimas al lado de las que no. Suena Dulces 16 en la radio y yo escribiendo del paso del tiempo. Me los hizo conocer un novio que tuve, no el primero, sí el del debut sexual, magro como el de la mayoría de las chicas de mi época. Esta creo que ya no lo es, más allá de lo que resista, porque la resistencia cansa, especialmente cuando el cuerpo ya no está apto para la gloria, que es la gloria del sexo, la gloria de la droga, el tiempo en que todo puede ser un rock and roll de sensacionales sensaciones incontrolables y sonrisas despiadademente felices.

viernes, mayo 15, 2009

Mariano, Nicolás y yo

Miramos a nuestro alrededor. Nos habíamos citado en un sitio que no solíamos frecuentar ninguno de los dos: era un café de Via Veneto, en Roma, la calle que se hizo famosa por la “dolce vita” internacional, donde todo tiene un sabor de estupidez y aburrimiento, donde se entretejen los escándalos famosos, pero donde todo parece insípido y lejano de los sentimientos, como un limbo inocente y fúnebre, un país de muertos, con colores ilusoriamente alegres. Hablábamos de la tragedia y de la felicidad, y teníamos a nuestro alrededor este escenario de falsa alegría de vivir, de falsa excitación, de falsa riqueza; un río de coches parados por el acostumbrado embotellamiento de tráfico enloquecía en un concierto de claxon, las mujeres más bellas del mundo iban al encuentro de amores estúpidos y los escaparates exhibían mercancías inútilmente perfectas. Bajo nuestros ojos se abría un abismo vacío.
Nicolás estuvo convencido, desde ese momento, que lo que Calvino había escrito hacía décadas sintetizaba a la perfección lo que sería su próximo encuentro con Mariano. Daba igual que en vez de Vía Veneto se tratara del recatado puesto de café Havanna en el Unicenter shopping, en Buenos Aires; es más, alimentaba su hipótesis de que en la ciudad en la que se sentía prisionero las cosas siempre se repetían mal: un ciclo de segunda mano que las degradaba hasta la náusea. Él no era Calvino, ni Mariano el tal Carlo Cassola que nombra en su libro. Sin embargo Nicolás pensaba que el diálogo que en el texto ambos mantienen a continuación podría ser reproducido perfectamente por él y quien fuera, tal vez exageradamente (incluso para los años que compartieron), un gran amigo. Gastó buena parte de las horas de los días previos al encuentro imaginando la situación y no encontró mejores palabras que las que Calvino: las había inmortalizado para él. No es acertado ahora hacer más elucubraciones acerca del tema que las que señalan la añeja obsesión de Nicolás: preguntarse por qué otros expresan de igual o mejor forma aquello que a él también se le ocurrió, a veces incluso antes; cuál era la razón que lo condenaba al anonimato —leve fama en un circuito reducido de personas y nombres—, a la falta de reconocimiento, a un reconocimiento ajeno a las que creía sus virtudes; por qué, en definitiva, carecía del poder que siempre había anhelado. Envidia es la palabra adecuada, hubiera dicho Mariano en otra época, en la época que compartieron, con su sonrisa impune.
—¿O una forma de talento?
—Conmigo sin retórica, ¿eh?, no quiero estar tres horas para terminar preguntándome por qué estuvimos tres horas hablando.
—Pero bien que te gusta usar las teorías que te enseño.
—Tampoco la pavada.
—No vas a negar que las sintetizo bien.
—Sí, pero no sos mi única fuente. Además, ni que te levantaras a la mañana y agarraras los libros para repasar las teorías que aprendiste en la facultad.
—…
—¿No me digas que lo hacés?
—No. Sólo las uso con vos para que me prestes atención.
—Ok, sin boludeces, ¿sí?, por favor. ¿Qué querés decir con “una forma de talento”?
—Eso que vos llamás envidia creo que tiene algo positivo que no le reconocés y no habla tan mal de mí: no cualquiera está en condiciones de reconocer la maestría ajena.
Mejor, Calvino: él sí era capaz de descubrir y traducir en palabras esas sensaciones apenas perceptibles que calan hondo y cambian inexorablemente la percepción del mundo; Nicolás jamás había encontrado la forma de hablar de lo inasible. Difícil si era inasible, claro. Pero Nicolás creía que había quienes sí lo hacían, y pensaba que aún estaba a tiempo de formar parte de ese grupo que creía selecto, privilegiado, al que estaba llamado a integrar desde chiquito. Por esas cosas que siempre suceden de la misma manera, a punto de convencerse que nunca lo lograría, una prosa despreocupada le abrió las puertas al éxito que tanto y por tanto tiempo reclamó. No como lo esperaba, más allá de que esas cosas, y muchas otras, ocurran como no se las espera. Sino porque sabía que no conmovería hasta las entrañas, posibilidad que sólo atribuía a lo que creía literatura. Pero el deseo es sobornable. No podría ser de otra manera: se deja un poquito para concretarse, y al dejarse también se niega, forma ideal para poder perdurar, no morir, seguir motorizando el cuerpo que le dé sentido, vida. Así que arregló una prosa liviana; una prosa con la suficiente dosis de ingenio como para que el lector sintiera, al leerla, que su elección había sido correcta: nada peor que demostrarle al público su desacierto permanente, su pérdida de tiempo en consumir textos desechables; la docilidad es una ilusión que jamás debe volverse evidente, resulta una ofensa insoportable sentar a alguien frente a su propia mediocridad. Esa capacidad de adaptación ―que alcanzó a llamar renuncia, pero nunca, ni en sus momentos más angustiantes, cobardía― le permitió ganar un lugar entre los jóvenes escritores, denominación que en el país servía para indicar a los tipos de más o menos cuarenta años que habían tecleado párrafos con cierta destreza y armado una historia efectiva. La edad no acreditaba desmérito; la felonía, en todo caso, era haber llegado renunciando a lo que de jóvenes, cuando se morían por emular a quienes pensaban maestros, consideraban irrenunciable: dejar en el camino inquietudes ―artísticas, espirituales, políticas, sociales y hasta comerciales― y adoptar, desde la impostura, la idea de que no se puede ser un genio todo el tiempo; perder de vista el poder y el sentido de las vanguardias, de aquello que soñaban ser para terminar confundiendo viveza con inteligencia, astucia con agudeza, y de a poco creer que, efectivamente, habían pulido su escritura. Cuando lo que hicieron, en verdad, fue eliminar la esperanza de que, en la búsqueda, el milagro se produjese, y que lo que escribían finalmente se transformara en la corrosiva y atrevida literatura de sus más tiernas fantasías.

Regreso

Todo regreso es una derrota. En parte, pero una derrota al fin. Amiga me dice que no lo tengo que ver así, que después de todo el blog fue una salida, y que ahora puede serlo de nuevo. Una salida es una transición, el paso que convierte el adentro en el afuera. Si el origen de este blog fue una recomendación terapéutica para salir, ahora es una necesidad para volver. No a Lucy que le dio origen, sino a una que el tiempo dejó en una lejanía que da miedo; mejor, que angustia. Toda lejanía angustia porque sólo se siente lejano algo que se desea cercano. Por eso el Señor hace tiempo que no es más una lejanía. Acaso hubiera sido mejor que nunca haya dejado de serlo, porque él, un nuevo y fantástico él a la vez que le dio un significado novedoso (resignificado dirían en la facultad), llenó de dolor: mostró lo que poco se quería ver, lo que, para no ver, se hizo un esfuerzo descomunal, similar al que se hizo de chica para agradar a mamá y papá para que no creyeran que me desviaba mucho de su deseo, que después de todo eso somos de chicos, deseo de papá y mamá.

En algunas ocasiones, una derrota puede ser triunfo. Se pierde pero se gana mucho más. Lo que pasa es que en el momento no se lo sabe. Porque este regreso sea una derrota triunfante. Y mantenga viva la ilusión de que la armonía y la felicidad son posibles