lunes, abril 14, 2008

Noche francesa

Estaban todos los que se sienten dueños del Bafici. Y sus amigos. Los que sienten que les pertenece. Los otros, los que luego de bregar por años cayeron en la cuenta de que no pertenecieron ni van a pertenecer, se quedaron en sus casas; ni siquiera hicieron el esfuerzo por ir. Estuve, como todos los años. Y también estuvieron el comentario de que es la fiesta imperdible del Bafici, que la comida está buenísima, que hay bebida a saborear como pocos de los que están ahí en sus vidas podrán tomar pagando, y que se puede fumar casi en cualquier lugar sin necesidad de cagarse de frío. Quería ir, y fui. Quería un affaire, y no lo tuve. Si a la apertura fui sin entusiasmo, a la fiesta francesa fui con inocultable esperanza. No quería amor, sí cariño, afecto algo beodo, torpes caricias etílicas, besos suaves y largos, de esos que no se piensan y duran sólo porque son el mejor estado en el que se puede estar; y no caerse. Bailé mucho y lindo. Pero los lindos no me vieron, no se fijaron en mí. Miento, sí lo hicieron. Pero no bailaban. Estaban preocupados por sus palabras y su gracia, nula casi siempre, como en la mayoría de los varones que no quieren bailar porque no saben, como si hubiera que saber todo lo que una se anima a hacer; o peor, sólo hacen lo que saben hacer, convirtiendo su vida en un aburrimiento continuo, aunque claro, seguro. Los que bailaban, los que no se fijaban en mí, suponían que era la podían llevar al final de la fiesta. Esas que, entregadas a la desesperación, se van con el primero que se lo propone cuando la fiesta tiene final preciso. Ahí fue cuando me fui. Esquivé un par que se me venían encima, pibitos alcoholizados al punto de desmayo, el derrape, o directamente el vuelco. No eran de los lindos. Los lindos creo que se habían ido todos. Así que salí y caminé sola ante la mirada de un par de chicas cuya expresión hacía pensar que creían que me iba sola del pedo que tenía y que no me daba cuenta de que era peligroso, antes de que me iba por una necesidad imperiosa de llorar sin que alguien me viera. Lo conseguí a medias. El taxista me miró por el espejo, y cuando estuvo a punto de amagar con preguntar algo, me bajé. Tambaleé más por el llanto que por el alcohol, y entré al edificio sin problemas; no había guardia. El ascensor, último obstáculo para el seguro idilio entre mi llanto y la cama, resultó una estación que cobija, aisla y permite no ser vista, pero quedé incada y casi sigo de largo en mi piso. Con los ojos llorosos abrí la puerta , .y sin tirarme en la cama, porque estaba dispuesta a mucho para terminar llorando en la cama, me saqué la ropa, y las lágrimas no se detuvieron, me lavé los dientes sin prender la luz, truco básico para no verme en el espejo y dejarme ganar por el llanto, y con los ojos cerrados manoteé la remera de mangas largas que uso para dormir, y entonces, al ponérmela y ver mi vientre tan sensual como en desuso, no contuve más y estallé en un llanto imperdurable. Los ojos me dolieron por varias horas.

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