lunes, septiembre 17, 2007

En la lluvia

No quedan olores. Tampoco sabores. Su sexo alguna vez tuvo gusto. Pero ya no hay recuerdo, aunque a veces lo evoco. Extraño sólo el calor. El abrazo de noche, el dormir en cucharita. Dormirse, porque dormir era difícil. Supongo que para todos. Pero él al principio me abrazaba como si nunca me fuese a soltar. Y no lo hacía. Esa fue la sensación que dejó por muchos años después de que en una de esas noches del principio, cuando no nos queríamos alejar ni siquiera un segundo, lo descubrí despierto, abrazándome y haciéndome caricias. Todavía me estremece. Me moja. Pero ya no me lleva a masturbarme. Es un diferencia sustancial. Y en ese ardor que es sólo un segundo, la angustia prevalece y se instala, sin dejarme actuar, sin dejarme llevar, atada, estaqueada al lugar en que me encuentro. Sin posibilidad de encuentro. De allí a acá, sin escalas, es todo dolor. Llanto, antes que dolor. Y mucha, mucha angustia. Sólo la voz severa de alguna parte de mí recordándome los otros momentos, los momentos en los que me sentí maltratada, pueden acallar ese dolor. Cuándo lo dejaré de querer. Cuándo? Acaso nunca, y eso sea lo que me atraiga. Que el dolor permanezca es garantía de seguir queriéndolo. No porque el dolor sea amor, sino porque es ese dolor el único parentesco con el sentir que tengo en los últimos tiempos. Hace rato que nadie despierta en mí la fantasía de estar entre sus brazos después de acabar. Pienso en eso cuando no quiero acostarme con nadie. Funciona a la perfección. Nada como su pecho. Nada como los pelos de su pecho. Todo debería acabar pronto. Acabar de terminar. No se puede vivir mucho tiempo así. Pero como escuché en una vieja canción de Los Abuelos de la Nada: perdió el tren, y tampoco aprendió a correr.

1 comentario:

Anónimo dijo...

no te pongas cursi, lucy, el tiempo arrasa con todo