Nacimos en ese mundo en rémora. Ya no era la rémora de ese mundo, la descomposición de esas estructuras ya era tan grande que parecía estar todo por hacerse. Y lo hicimos. Muchas veces mal. O seguimos sufriendo por hobby, vicio, desidia, impericia, voluntad? O por que somos mujeres? Je. La mayoría de los males sigue haciendo eclosión en nosotras más que en ellos. Tal vez porque algo de eso hicieron, dejándonos un mundo devastado para que lo arreglemos solas, mientras ellos sacaban platea preferencial para vernos caer en el barro, reírse un poco de nosotras y luego esperarnos cual película en una mecedora en el porche con una sonrisita sobradora mientras en el mejor de los casos ensayaban un hola, en otros peores un volviste?, y en los más nefastos un yo te avisé.
La noche con él, las noches con él (ya fueron dos, una mejor que la otra) exponenciaron la tranquilidad tanto como la preocupación, ya rayana con el miedo; miedo hacia mí, a lo que el dolor depositado, nunca extirpado, apenas acomodado en algún lugar de mi ser, puede hacerme hacer. Esas noches me llaman al mundo. Le avisaron que existo, que en cualquier momento debe preparar una nueva recepción, seguramente distinta a la de tantos años atrás, guardada inmaculada en el recuerdo, de la mano del señor, en un mundo que parecía infinito. Hoy ya conozco sus límites. Algunos, no todos. Y sé que me espera para lo mismo de siempre, para que le diga, como decía Arendt, qué tengo de nuevo para ofrecerle. Y a diferencia de aquella vez con el señor, en que la confianza ciega en él (o la comodidad de confiar ciegamente en él) me hacía sentir segura, ahora la decepción me mantiene a resguardo. Y eso, después de dos noches como las que pasé, me acerca tanto a un gran problema como a la alegría. Ay, qué pena la alegría.
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