Y ojalá todo me sucediera por protección y no hubiera la mínima sospecha de que es porque no podré hacerlo más, que cualquier contacto que amague con sensibilizarme, siquiera con hacer surgir una sensación cercana a lo que sabemos que fue hermoso sentir pero dejamos en el camino porque vaya una a saber por qué aunque siempre pensamos que fue por nosotras, oh omnipotencia, me conduzca nuevamente al despeñadero y no pueda ya salir nunca más. El miedo a lo improbable no deja ni espacio para el consuelo de lo posible. Y eso indica que está todo mal. Que la tristeza repentina que no pude detener desde que dejé de verlo es el mejor indicio para no volver a verlo. Y sí, claro, el día otoñal, acaso el primero del año, ayudó; y la caída del sol en la ventana que da al noroeste, también. Y para qué hablar de la música descubierta aquí. Pero nada puede sacarme de la cabeza que fui con entusiasmo. Y suelta. Sobre todo eso, suelta. Y que sentarme frente a alguien que parecía quererme mucho más que para coger, que mi compañía le agradaba, mi forma de decir le causaba gracia y lo que decía le parecía inteligente me dio vuelta como un guante.
Pensé que no me iba a pasar. Ya no. Que a cambio de todo lo que se llevó, el señor dejó la fortaleza de un saber que nada alteraría. Y lo único que dejaron en claro los besos de ayer es que la fragilidad sigue incólume y el señor sólo dejó susto a cambio de todo mi amor.
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