Y cuando el treintañero casado al que le di la posibilidad de que nuestra primera cita fuera en mi casa para que no sintiera miradas extrañas y se sintiera cómodo, me dijo que no porque no le daba, que la culpa lo podía aunque nunca lo había podido para impedirle histeriquear y controlar que su cuerpo no se acercara involuntariamente al mío, entonces se me ocurrió contestarle el mensaje de texto diciéndole que bueno, que qué lástima, que ésa seguramente sería su última oportunidad conmigo, y tal vez la última que se le presentara para poder construirse un futuro recuerdo gracioso y agradable, que después de todo es lo único fructífero que queda de la culpa.
Claro que a mi manera sabía que su idea de engañar a su mujer, a la que por suerte no conozco, se debe a un motivo superior, y que es precisamente ese motivo y no el engaño lo que le da culpa. Que incluso no es culpa, es el descubrimiento de sentir que tiene que decirle a ella aquello que hace tiempo tiene ganas de decirle, y que haberlo buscado hacerlo de mil maneras y mil veces haber fracasado, lo lleva ahora a hacerlo de la peor manera posible. Y sin darse cuenta de que peor que eso es no darse cuenta de que por lo menos tiene una manera de decírselo, y más: todavía quiere decírselo, le interesa decírselo. Tanto, que incluso está dispuesto al engaño como para lograr que ella, finalmente, escuche lo que cada vez más tiene ganas de decirle, eso que ya se lo dije muchas veces y ella, siempre, se empeñó en escuchar lo que quiso.
jueves, abril 24, 2008
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