Los chicos no quisieron venir pero me vieron. Me saludaron bien, sobre todo la más chiquita, que se me colgó del cuello y nos abrazamos con todas nuestras fuerzas, ella con las suyas, yo con las mías, que me parecieron más que las de los últimos tiempos. Me dio muchos besos. El más grande por lo menos reconoció que volví antes de que cumpliera años. Él miró, y se portó como un caballero. El encuentro fue en una plaza, a sugerencia del señor; le pareció lo mejor, y yo estuve de acuerdo. Primero porque no se me ocurrió otra cosa, después porque me pareció el más apropiado: todos anónimos, o por lo menos perdidos entre la multitud, no somos nada, como algunos apendimos a decir con La Blusera. Ahí en la plaza ella corrió en la dirección que le marcaba el padá con el dedo índice, como si fuera una publicidad; él caminó mas lento, sin perder rastros del padre, que lo acompañaba al costado y caminaba tranquilo. Cuando estaban cerca lo empujó suavemente por la espalda con la izquierda y él lo miró: el señor le dio una sonrisa de confianza y él dijo: hola ma. Casi me desmayo, estuve a punto pero por suerte lo evité; lo evité pensando que sería el fin, que no me querría más, que ni siquiera de viejo me perdonaría. Lo abracé fuerte, él pareció que lo hizo de compromiso, pero lo hizo como pudo, y pudo mucho.
Después de unos minutos él se ofreció dejarnos solos unos minutos pero yo le dije que no, no había problema, que se quedara. Su corrección muchas veces me enfermó, pero esta vez parecía sincero, preocupado por el bien general antes que por quedar bien. A ella le llevé un Kinder, a él un poster de un músico que ama. La hamaqué a ella mientras le pregunté cosas de su escuela y su ingreso a él. Todo monosílabo, alguna vez, por alguna repregunta siempre temerosa de romper su infinita paciencia, algo más. Estaban bien.
Habíamos quedado con el señor que el después lo estableceríamos en ese mismo momento, si bien teníamos plan de base: que los chicos se quedaran solos conmigo toda la tarde, que después volvieran a su casa siempre y cuando ninguno de los dos quisiera venirse conmigo y que al otro día a la mañana los llevaría a la escuela, estuvieran o no conmigo. Pero yo le dije que se quedara. Necesitaba verlo. No sé por qué, quizá para saber que nunca me dejaría tirada en la calle; en este mes fue una de las cosas que sentí que me faltaba. Pero me faltaban también muchas otras cosas y la única que quise concretar fue esa. Fue muy linda, pero muy bien no hizo. Los chicos, especialmente el más grande, se empezó a mostrar cada vez más remiso; la chiquita cada vez más demandante. De alguna manera se sentían mejor con los dos padres lejos, cada uno por su lado.
En un momento él dijo que se iba, que tenía que estudiar; sabía que no era así, pero no le podía decir otra cosa que sí, está bien, andá. Al otro día lo acompañaría al colegio pero hasta más de una cuadra, nada de acercarme a la puerta, él no soportaría todas esas miradas sobre la madre que se borró un mes. En ese momento y en esa edad nada importa que su madre lo hizo para poder darle algo mucho mejor a lo que le estaba dando, que de alguna manera tuvo la anuencia de su padre, que eso era mucho más eficaz que toda la puta voluntad con la que se desesperan el resto de las minas y jamás se perdonan no poder y se la viven pasando pidiendo perdón por no poder y quejándese a sus machos de que no hacen lo suficiente para que ellas puedan y se quedan solas, aburridas, quejadas, acompañadas por una desesperación como ellas, ese marido panzón, mofletudo, fuera de forma física y mental, sobre todo mental, que atrasa y, lo peor, tira para atrás. Esa que no quise ser más y que un acto tan desesperado como la vida que llevaba y que incluso era amor, lo dejé, mal, porque lo dejé pensando en que así resucitaba el amor; esa misma me esperaría en la puerta de la escuela para decirme por qué había dejado de ser así, que cómo me había atrevido, que qué me pensaba, andar dejando a los chicos por un mes, si los chicos no necesitan felicidad, sólo a la madre. Feliz cumpleaños.
domingo, octubre 29, 2006
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