Yendo suelta, sin más compromiso conmigo misma que aceptar lo que se diera, resultó una fiesta mejor de lo que mi simplona imaginación habría aportado. Fui tan suelta como para poder generar en mi cabeza una crónica que comenzara con un gerundio, apartada totalmente de las reglas que tratan de evitarlo como si fuera el mismísimo mal, o la porquería que era el sexo cuando chicas, y aceptando la posibilidad que en ese instante, y sólo en ése, me daba por yendo, uno de los gerundios más condenados por los editores, entre ellos, claro, el señor, que lo supo ser, y de los duros.
Tan suelta como para no atolondrarme con el punto seguido, y poner un punto y aparte, y pensar que es muy lindo ser reconocida, mirada, mimada, apoyada, franeleada en las tetas, apretada en la pelvis, meneada con la mano en la cintura, besada con pasión y ternura en la mejilla, como se besa a quien se desea en futuro.
Tan suelta como para saber que si pintaba algo tendría que ser express, porque esperaban los chicos en casa con la señora que los cuida, y la señora debía amanecer en su casa, y en mi casa nadie más que los chicos y yo debíamos amanecer; y que entonces sería express en la casa de él o en el antaño visitado albergue transitorio, todo un flash, un deja vu irrepetible que se hubiera convertido en un viaje lisérgico, y que sólo con eso pagaba todos los riesgos.
Tan suelta como para volver sola y no pensar que había perdido nada. Y que si había perdido no importaba, porque como me dijo un amigo respecto al tiempo hace uno años: lo único que se puede hacer con él es perderlo. Y así se me cruzó la loca ida de que más rico que haber ganado es haber perdido mucho: eso habla de las muchas oportunidades que una se generó y que osadamente dijo no donde la mayoría hubiera dicho o dijo sí, y que si perdió mucho es porque mucho la desearon y que el hecho de haber rechazado ofertas lejos de hacerla superflua y pretensiosa la hizo elitista y fina, pero por sobre todas las cosas, sin culpa: sólo de esa manera es posible disfrutar de esos momentos en que una se va de una fiesta empujando pretendientes con una sonrisa en la boca y una carcajada interna, un estado de la felicidad poco compartible, como la mayoría de los estados de la felicidad.
Tan suelta como para volver, verlos dormir (a ella, a él no porque ya es grande y la eventualidad de despertarlo por un placer sólo mío sería motivo de crispación, entorpecimiento de la relación y peor, y muy a mi pesar, dar lugar a un trato símil pareja que descubrí hace poco y me puso enteramente mal), y pensar que después de todo no está tan mal, que la madre se sienta linda y agraciada muy probablemente redunde en un beneficio para ellos, que al verla bien (feliz, podría decirse), se animarían a más, especialmente a molestarla, como a veces molestan muy bien los chicos con su: Mamá, jugamos?; o su Maaa!, venís? Y que después de todo, para ellos, puede ser una aventura quedarse solos, lejos de su madre, como cuando chicos con mis hermanos festejábamos las salidas de mama y papá.
Yendo tan suelta que parezco alegre. Y lo estoy.