Tiembla, todo tiembla. Final de los finales. Será el que de grande verá en alguna película y lo emocinará, como a mí me emocionaron los Goonies, y junto al señor se la hicimos ver con la esperanza y el deseo de que al llegar a esa edad fuera uno de ellos. Y lo es. Mi hijo es un Goonie. No hay duda. Ya con mi altura, miro sin bajar la vista a quien todavía es un chico. Un cimbronazo, un temblor, una verdadera hecatombe. Pocas cosas se presentan tan certeras en la vida como el egreso de un hijo de la primaria. Por más que la vida te vaya preparando con su desarrollo corporal, hormonal, intelectual, y esa nobleza que la lleva a una a sentir que hizo bien su trabajo y que su hijo podrá ser cualquier cosa pero siempre serán más las satisfacciones que las insatisfacciones. No hay indicio alguno de que eso pueda ser cierto, pero en estos días una se siente plena. Incluso con el señor, quien por su parte parece también haber hecho bien las cosas. Y darle las gracias, pletórica por el momento, pensando que la felicidad es posible. O, como dice Estelares, no sabiendo muy bien qué es eso y menos si eso es posible, pero sabiendo que no se es una infeliz. Dándole las gracias también a él, porque viniendo como viene de pares de cromosomas compartidos, además de representar una nueva entidad tuvo que aprender a hacer algo con eso nuevo que era. Por más que buscó copiar y todavía copia, es distinto, y debe aprender cada día qué es lo que le dieron y qué lo propio, qué de lo primero quiere quedárselo y qué de lo segundo mejorar.
A la distancia de mis 12 en los que egresé, veo todo lo que se va dejando en el camino. Más por necesidad que por decisión. Creo que en la mayoría de los casos está bien. Pero no puedo apartar el dolor que da la conciencia de saber que después de esos años una nunca más vuelve a vivir con la frescura que da la convicción de que el futuro pertenece.
viernes, diciembre 01, 2006
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