domingo, agosto 09, 2009

Bendición

Y a medida que creces lo único que haces es reforzar lo ya conocido y aprendido, como si el resto de tus días sólo se trataran de no refutar esa verdad cuya trampa al ser puesta en evidencia puede desbaratar cualquier equilibrio, algún atisbo de estabilidad, un fulgor de felicidad. Nada te devolverá al estado primigenio, pero lo buscarás. La historia del príncipe azul por otro camino. Por más desteñido que hayas aprendido que está, lo negarás. Una, todas las veces. Porque sólo aquella verdad te mantiene viva. Te hace sentir, te da esperanza en tu negación. Y cuando pasen los años y veas que nada de eso suceda, transmitirás a tu hija la misma frustración que te transmitieron, las mismas imposiblidades, los mismos peros, la misma idea de que en tu tiempo era mejor, aunque no quieres envidiar a la nueva criatura como te envidiaron a vos, y en ese esfuerzo lo único que hagas es reafirmar tu envidia. Y no porque alguien haya cantado que mañana siempre es mejor, que lo tuvo que cantar para dejárselo grabado y aprenderlo en un momento en que su presente le decía que lo que no tenía era eso, presente, la manera en que uno se da cuenta de que el pasado fue mejor.
Tengo miedo de decir que N es increíble. Tengo miedo de quemarlo, por decirlo pronto, y acaso mal. Pero no puedo dejar de pensarlo. Y eso que me hace doler. Cada uno de sus aciertos me duelen. Algunos me laceran: dejarme tan a flor de piel con mis fracasos y estupideces del pasado (algunas con prolongaciones presentes), dejarme tan evidencia con mi necedad. Tal vez alguien me bendijo y no me di cuenta. A veces es mejor creer en los milagros más que en los merecimientos. Una forma de agradecer la fortuna sin ponerse a pensar demasiado en cuán afortunada se es.

domingo, agosto 02, 2009

Federer

Aún no podemos dimensionar la grandeza de Federer. El más top ten de todos los top ten que ha tenido la era profesional es un tipo más bien mediocre en sus gustos y preferencias: su mujer lo demuestra. Pero no es el sucesor de Homero Simpson. A Dios gracias, lo mal que nos ha hecho ese hombre, de quien molestaba no su mediocridad sino su falta de sueños. Federer es de gustos y preferencias mediocres, y de sueños inconmensurables. Un hombre que a su manera anticipó el mundo de los 2000, empezados con la voladura de las Torres Gemelas. El tipo que juega a lo que hay que jugar, no a lo que quiere o sabe hacer mejor. Un tipo que se acopla y se amolda a la circunstancias, no el tipo que las impone. Nunca hubo un número uno así. Todos impusieron su juego. Hicieron de su habilidad el arma con la que doblegar al rival. Y ese talento superlativo le valió el amor de modelos y princesas, de tenistas y actrices. Era un tiempo que premiaba el talento porque lo admiraba, en esa cosa casi nazi de superioridad étnica. Ahora está Federer, un feo que ni siquiera es lindo. No le hace falta. No lo busca. No es lo suyo. Entre los números uno hubo más o menos lindos, más o menos simpáticos, más o menos jodidos, más o menos perversos, algún que otro diabólico. Federer no parece tener nada de eso, pero sabe cómo hacerse de eso si es necesario. Un nuevo tipo de genio: puede ser bello como Nadal, caballeresco como Rodick, perverso como Djokovic, diabólico como Murray, tonto como Del Potro. Pero nunca nada de eso lo definirá. Acaso esto sea la androginia. Y está por tener un hijo

viernes, julio 03, 2009

Elecciones

"Hoy leía una nota de Beatriz Sarlo en La Nación en la que analizaba la situación política y me extrañó que entre sus consideraciones omitiera mencionar la alegría que una mayoría de la ciudadanía argentina se proporcionó a sí misma el 28 de junio". Je, es llamativo como algunos se sorprenden porque otros que se le parecen no piensan como ellos. O no digan lo mismo. Y más sorprende cuando se autodenominan republicanos y democráticos.
También sorprende que gente que se ve a sí misma de esa manera festeje con algarabía lo que la otra buena señora se contiene de hacer y no piense ni por un segundo que el equivocado puede ser él, Quintín, quien es quien firma, y no Sarlo. En los últimos años, especialmente a partir de la fuga de De la Rúa con un tendal de 25 muertos, empecé a tener la sensación de que el progresismo argentino es así: le parece que el autoritarismo puede ser bueno si es propio, pero criticable si es ajeno. Porque después de todo este señor no elogia ninguno de los puntos del análisis de la buena señora, sino que objeta el único que a él le parece importante.
El mundo real, hasta la gripe A se había convertido en un territorio más habitable que la blogósfera, geografía que prometía una bonomía que finalmente no concretó. Ahora que hay que volver, y por algo más que por la gripe A, la desolación se siente el doble.

jueves, julio 02, 2009

Pija

La negra Vernaci dice que si dejás a tu hijo por una pija sos una hija de puta. Que no hay nada más importante que tu hijo. Y dice que te lo dice ella, que de pijas sabe mucho, o conoce bastante, para el caso es lo mismo. La Negra miente: si alguna vez no sintió que dejaría todo por un pija todavía no conoce las pijas como hay que conocerlas. Como dice Charly en algunas de sus tantas frases encantadoramente aterradoras: sólo el amor te marca, y más que la sangre.
No me voy a meter a defender a la mina que se fue de Mar del Plata a laburar a Buenos Aires y no apareció más, hasta que, dice el marido y padre de la criatura afectada, que la vieron juntos en un spot publicitario de un partido político para la reciente campaña. Me voy a permitir dudar: yo no conozco tantas pijas. Más bien pocas. Ninguna me gusta como la que conocí hace poco: una alegría melancólica de cuánto me perdí. Ni siquiera sé si por no haber probado más, nada te garantiza que la cantidad te traiga la pija perfecta, la que te puede hacer perder, la que te puede mantener en un orgasmo incluso vestida. No tengo el tupé de la Negra Vernaci. Por eso ella conduce un programa exitoso, está llena de guita, hace más o menos lo que se le canta el orto (eso da a entender) y yo apenas tengo un blog. Y tengo hijos. Hijos que se van porque esa es la ley de la vida y no hay vuelta que darle: no seré lo más importante para ellos en un futuro no muy lejano, cuando ellos conozcan la concha y la pija, respectivamente, que les cambie la vida para siempre. Mucho más de lo que se las puede haber cambiado yo, por más que, casi seguro en ambos casos, perduraré en ellos incluso después de muerta.
Y para Rolón, ese que la da de sabelotodo por más que sólo sepa de psicología, pscionalísis y alguna cosita más, como casi todos sabemos de algunas cositas pero no de todo, vendría bien que leyera más divulgación científica, lo puede desasnar un poco. El hombre tiene instinto, así como los animales tienen cultura. Una cosa no quita la otra, más allá de lo más desarrollado que se tenga. Por algo existen las estadística Rolón: para saber cómo funciona el ser humano en determinadas circunstancias y ante determinados estímulos; lo mismo que los animales, aunque tal vez menos. Somos tan mensurables como ellos.
Nada buscamos tanto como una pija. Incluso para que nos dé hijos.

miércoles, mayo 20, 2009

Araceli

Es cierto: a Araceli González ya se le nota la edad. A todas se nos nota. A mí también, pese a que sigo dando batalla. Pero el paso del tiempo con conciencia no es lo mismo que sin él. Como si nos convocara a buscar detalles ínfimos de nuestra humanidad para descubrir que ya no son lozanos (palabra que en algún momento de mi vida me había prometido no usar nunca), tersos, rutilantes; lo único que queda de ellos es un dejo de ternura por la gloria pasada, que no quiere decir la gloria vivida. La mayoría de esos detalles en los que descubrimos el paso del tiempo han vivido sin gloria, muchos sin uso. Puede ser que a los 40 algunos tengan su efímera grandeza. Será breve. Seguramente no dejará huella. Es necesario no dejar huella para sobrellevar lo que viene de la mejor manera, que en la segunda mitad de la vida es hacerlo sin dolor, ni siquiera con rastros de ese dolor.
Cuando se dejan los 30 el tiempo empieza a enumerar las cosas de las que hay que despedirse para siempre. Es temprano, seguro, pero la conciencia de su paso, la del tiempo, empieza a horadar cuerpo y alma para que el dolor no haga mella cuando las cosas que se pueden hacer sean ínfimas al lado de las que no. Suena Dulces 16 en la radio y yo escribiendo del paso del tiempo. Me los hizo conocer un novio que tuve, no el primero, sí el del debut sexual, magro como el de la mayoría de las chicas de mi época. Esta creo que ya no lo es, más allá de lo que resista, porque la resistencia cansa, especialmente cuando el cuerpo ya no está apto para la gloria, que es la gloria del sexo, la gloria de la droga, el tiempo en que todo puede ser un rock and roll de sensacionales sensaciones incontrolables y sonrisas despiadademente felices.

viernes, mayo 15, 2009

Mariano, Nicolás y yo

Miramos a nuestro alrededor. Nos habíamos citado en un sitio que no solíamos frecuentar ninguno de los dos: era un café de Via Veneto, en Roma, la calle que se hizo famosa por la “dolce vita” internacional, donde todo tiene un sabor de estupidez y aburrimiento, donde se entretejen los escándalos famosos, pero donde todo parece insípido y lejano de los sentimientos, como un limbo inocente y fúnebre, un país de muertos, con colores ilusoriamente alegres. Hablábamos de la tragedia y de la felicidad, y teníamos a nuestro alrededor este escenario de falsa alegría de vivir, de falsa excitación, de falsa riqueza; un río de coches parados por el acostumbrado embotellamiento de tráfico enloquecía en un concierto de claxon, las mujeres más bellas del mundo iban al encuentro de amores estúpidos y los escaparates exhibían mercancías inútilmente perfectas. Bajo nuestros ojos se abría un abismo vacío.
Nicolás estuvo convencido, desde ese momento, que lo que Calvino había escrito hacía décadas sintetizaba a la perfección lo que sería su próximo encuentro con Mariano. Daba igual que en vez de Vía Veneto se tratara del recatado puesto de café Havanna en el Unicenter shopping, en Buenos Aires; es más, alimentaba su hipótesis de que en la ciudad en la que se sentía prisionero las cosas siempre se repetían mal: un ciclo de segunda mano que las degradaba hasta la náusea. Él no era Calvino, ni Mariano el tal Carlo Cassola que nombra en su libro. Sin embargo Nicolás pensaba que el diálogo que en el texto ambos mantienen a continuación podría ser reproducido perfectamente por él y quien fuera, tal vez exageradamente (incluso para los años que compartieron), un gran amigo. Gastó buena parte de las horas de los días previos al encuentro imaginando la situación y no encontró mejores palabras que las que Calvino: las había inmortalizado para él. No es acertado ahora hacer más elucubraciones acerca del tema que las que señalan la añeja obsesión de Nicolás: preguntarse por qué otros expresan de igual o mejor forma aquello que a él también se le ocurrió, a veces incluso antes; cuál era la razón que lo condenaba al anonimato —leve fama en un circuito reducido de personas y nombres—, a la falta de reconocimiento, a un reconocimiento ajeno a las que creía sus virtudes; por qué, en definitiva, carecía del poder que siempre había anhelado. Envidia es la palabra adecuada, hubiera dicho Mariano en otra época, en la época que compartieron, con su sonrisa impune.
—¿O una forma de talento?
—Conmigo sin retórica, ¿eh?, no quiero estar tres horas para terminar preguntándome por qué estuvimos tres horas hablando.
—Pero bien que te gusta usar las teorías que te enseño.
—Tampoco la pavada.
—No vas a negar que las sintetizo bien.
—Sí, pero no sos mi única fuente. Además, ni que te levantaras a la mañana y agarraras los libros para repasar las teorías que aprendiste en la facultad.
—…
—¿No me digas que lo hacés?
—No. Sólo las uso con vos para que me prestes atención.
—Ok, sin boludeces, ¿sí?, por favor. ¿Qué querés decir con “una forma de talento”?
—Eso que vos llamás envidia creo que tiene algo positivo que no le reconocés y no habla tan mal de mí: no cualquiera está en condiciones de reconocer la maestría ajena.
Mejor, Calvino: él sí era capaz de descubrir y traducir en palabras esas sensaciones apenas perceptibles que calan hondo y cambian inexorablemente la percepción del mundo; Nicolás jamás había encontrado la forma de hablar de lo inasible. Difícil si era inasible, claro. Pero Nicolás creía que había quienes sí lo hacían, y pensaba que aún estaba a tiempo de formar parte de ese grupo que creía selecto, privilegiado, al que estaba llamado a integrar desde chiquito. Por esas cosas que siempre suceden de la misma manera, a punto de convencerse que nunca lo lograría, una prosa despreocupada le abrió las puertas al éxito que tanto y por tanto tiempo reclamó. No como lo esperaba, más allá de que esas cosas, y muchas otras, ocurran como no se las espera. Sino porque sabía que no conmovería hasta las entrañas, posibilidad que sólo atribuía a lo que creía literatura. Pero el deseo es sobornable. No podría ser de otra manera: se deja un poquito para concretarse, y al dejarse también se niega, forma ideal para poder perdurar, no morir, seguir motorizando el cuerpo que le dé sentido, vida. Así que arregló una prosa liviana; una prosa con la suficiente dosis de ingenio como para que el lector sintiera, al leerla, que su elección había sido correcta: nada peor que demostrarle al público su desacierto permanente, su pérdida de tiempo en consumir textos desechables; la docilidad es una ilusión que jamás debe volverse evidente, resulta una ofensa insoportable sentar a alguien frente a su propia mediocridad. Esa capacidad de adaptación ―que alcanzó a llamar renuncia, pero nunca, ni en sus momentos más angustiantes, cobardía― le permitió ganar un lugar entre los jóvenes escritores, denominación que en el país servía para indicar a los tipos de más o menos cuarenta años que habían tecleado párrafos con cierta destreza y armado una historia efectiva. La edad no acreditaba desmérito; la felonía, en todo caso, era haber llegado renunciando a lo que de jóvenes, cuando se morían por emular a quienes pensaban maestros, consideraban irrenunciable: dejar en el camino inquietudes ―artísticas, espirituales, políticas, sociales y hasta comerciales― y adoptar, desde la impostura, la idea de que no se puede ser un genio todo el tiempo; perder de vista el poder y el sentido de las vanguardias, de aquello que soñaban ser para terminar confundiendo viveza con inteligencia, astucia con agudeza, y de a poco creer que, efectivamente, habían pulido su escritura. Cuando lo que hicieron, en verdad, fue eliminar la esperanza de que, en la búsqueda, el milagro se produjese, y que lo que escribían finalmente se transformara en la corrosiva y atrevida literatura de sus más tiernas fantasías.

Regreso

Todo regreso es una derrota. En parte, pero una derrota al fin. Amiga me dice que no lo tengo que ver así, que después de todo el blog fue una salida, y que ahora puede serlo de nuevo. Una salida es una transición, el paso que convierte el adentro en el afuera. Si el origen de este blog fue una recomendación terapéutica para salir, ahora es una necesidad para volver. No a Lucy que le dio origen, sino a una que el tiempo dejó en una lejanía que da miedo; mejor, que angustia. Toda lejanía angustia porque sólo se siente lejano algo que se desea cercano. Por eso el Señor hace tiempo que no es más una lejanía. Acaso hubiera sido mejor que nunca haya dejado de serlo, porque él, un nuevo y fantástico él a la vez que le dio un significado novedoso (resignificado dirían en la facultad), llenó de dolor: mostró lo que poco se quería ver, lo que, para no ver, se hizo un esfuerzo descomunal, similar al que se hizo de chica para agradar a mamá y papá para que no creyeran que me desviaba mucho de su deseo, que después de todo eso somos de chicos, deseo de papá y mamá.

En algunas ocasiones, una derrota puede ser triunfo. Se pierde pero se gana mucho más. Lo que pasa es que en el momento no se lo sabe. Porque este regreso sea una derrota triunfante. Y mantenga viva la ilusión de que la armonía y la felicidad son posibles